Mi pueblo es Fuentestrún. Pertenece a la comarca de Ágreda, en el nordeste soriano. A él se llega a través de la carretera SO 630 y desde él se ve el Moncayo aunque esté más cerca la Sierra del Madero.
Hay una plaza dedicada a los que tuvieron que emigrar y otra a los agricultores tradicionales que araban la tierra con caballerías, trabajo de unos y de otras, valores enraizados en esa simbología de quedarse y marcharse.
Las eras y el juego de pelota dan la bienvenida cuando bajas el Altillo, un mural con siluetas y raíces lo hace si llegas por el extremo opuesto. El bar de ahora antaño fue la escuela. El tiempo da la mano a quienes fueron y quienes serán.
Las casas encaladas, poco más de veinte, se asoman a las calles y de ellas a la fuente y al camino del monte y al de la ermita.
La iglesia de Santa María Magdalena se alza con la torre hacia el sur desde cuyo portigao se contempla el horizonte.
Así es Fuentestrún
Mi pueblo también vaciado ahora, pero lleno de historias. Cantan los gallos, ladran los perros, diálogos mudos de personas ausentes. Las mujeres regresan del horno con el pan recién horneado, el cabrero lo hace también, los mozos y mozas festejan en el baile del café de la Gúmer, recuerdos, escenas pretéritas que, tal vez, nunca regresen, postales desvaídas del pasado. Postes de energía eólica allá lejos, nuevos cultivos en el secano, la colza y el girasol. Otra vez más, pasado y futuro dándose la mano. Y, no obstante, la vida, siempre la vida es el presente que todo lo contempla. El agua mana impetuosa de la fuente, el campo se pinta de verde para acompañar en una increíble acuarela de colores en la que el viejo chopo junto al río Manzano es testigo eterno de sueños, penares y pasares.
Mi pueblo, también mi pueblo. No celebrará este año ni la bendición de campos por San Isidro ni repartirá el pan bendito por la Trinidad, pero en él los sentidos aún siguen teniendo sentido. A los colores azul, verde, blanco o marrón se suman los sonidos de los pájaros y los olores a guisosencillos evocadores de aquellas tortas caideras que celebraban los amores casaderos. Mi pueblo en cuarentena no es una fotografía inerte, es el reflejo de la vida en el espejo del tiempo.
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